Así nombraron sus dueños a ésta hermosa casona norteña que en el pasado supo ser hotel de pasajeros pegadita a las vías de un tren que ya no pasa. Josefina que me vio del otro lado de la reja haciéndole fotos a su casa, se acercó y me dijo: “pasa querida que te muestro mi jardín vas a ver lo lindo que es”. Yo estaba tan fascinada y concentrada que me asusté, no me había dado cuenta que ella estaba a tan sólo unos metros de mi camuflada entre las flores. Llamó a su sobrina quien amablemente me hizo pasar y ambas me hicieron una mini visita guiada por el lugar. Charlamos un montón sobre su vida y me invitaron a merendar en la galería al resguardo del sol. Me contó que Jorge, así se llamaba su marido, había fallecido hacía unos años y que desde chico soñaba con vivir en esa casa. Siempre le decía a su mamá que cuando fuera grande la iba a comprar. El tiempo transcurrió y así fue, se casó, la compró y ambos hicieron de ese lugar su hogar. Debo de decir que nunca vi un jardín tan colorido y con tanta variedad de flores, había desde, gladiolos, claveles, alelíes, girasoles, crisantemos hasta árboles frutales. Me conto además que las rosas tenían la edad de sus hijos, casi 60 años y que por suerte tenía una persona que se encargaba de cuidarlas. Que mantener su jardín vivo era una manera de sentir a su esposo cerca, aunque ya no estuviera. Compartimos una tarde lindísima, repleta de anécdotas y rodeadas de un enorme cerro multicolor que sin dudas completó la mágica postal. Les agradecí a ambas por la invitación y me volví cantando bajito, de camino al hostel me comí la pera que me habían regalado para el viaje. Hacía mucho tiempo que no probaba una fruta tan rica, tenía un perfume que me era muy familiar. Esa fruta tenía sabor a infancia.