Son las cuatro de la tarde, el colectivo va lleno pero pasado unos minutos consigo sentarme. Saco mi mano por la ventanilla y con la punta de mis dedos voy rasgando las nubes grises, me gusta ser preludio de la lluvia. El viento que desde una esquina ve mi rostro empañado en el cristal, se acerca a besarme la frente y mis pensamientos salen en bandadas a volar por la ciudad. Se dispersan sobre el cielo que se mueve más rápido que ellos, algunos planean en zigzag en medio los edificios, otros eligen volar más bajito cerca de los transeúntes y los más huidizos le roban conversaciones a la gente en las plazas. Aún tengo un buen tramo de viaje por delante, me apoyo de lado y dejo mis ojos levemente entornados, casi no veo. Desde mi asiento puedo oír el zumbido de sus alas, la libertad es ese viento que no se ve pero se siente dentro, se respira, late, le da pulso al pensamiento para que se anime a volar y ser imaginación con canto audible. Noto que una de las pasajeras sentada frente a mí me observa y luego mira por la ventana en dirección a mis pensamientos creo que los confundió con golondrinas en paso migratorio, suele suceder incluso a mí. En ocasiones cuando tengo días no tan claros, los veo salir volando todos juntos formando una nube negra en el cielo que va y que viene sin rumbo fijo. Sin embargo, nunca dejo de mirar hacia arriba porque aquí abajo la imaginación se pierde. Estoy por llegar a destino y comienza a llover otra vez. Dejo de escribir y antes de cerrar mi cuaderno, como si ese pequeño acto fuese una especie de invocación, ellos regresan a guarecerse bajo los márgenes de estas páginas que saben ser nido hecho palabras.